Un relámpago silencioso de luz lacerante parece inmovilizar el instante para revelar la palpitante existencia secreta de una foresta abisal, hundida y al acecho en la espesa profundidad ilusoria de un arquetípico estanque. Es la primera, magnética impresión que causan los misteriosos dibujos de Mónica Rojas, un crepitar de orgánicas vibraciones texturadas que se agrupan en miríadas de líquenes óseos, y refulgen como luciérnagas en una ilimitada caja nocturnal de recóndita negrura placentaria.
La propia autora confiesa que esta indescifrable morfología es metáfora, o elíptica premonición, de las catástrofes físicas de este mundo y no de otro, que su preocupación es el desastre ecológico y la depredación ambiental, y que incluso ha apelado a la veracidad documental de la fotografía como materia prima.
Sin embargo, y a pesar de su notoria toma de posición, de su declaración de principios, aquí todo es incógnita, alucinación y ensueño; Rojas se deja llevar al grado más alto de artificio que le permite la imaginación constructiva, sorteando las tentaciones contenidistas en una espectacular arquitectura de ambigua ontología, donde nadie, ni siquiera ella, sabe qué orden, a qué razón o especie pertenecen estas anfibias excrecencias.
La artista entreteje las minuciosas erupciones y encajes de estas cavernosas estructuras con un inmaculado equilibrio de las proporciones, entrelazamientos y evoluciones de sus millonésimos trazos, y es capaz de hacerlo con la misma, virtuosa integridad técnica sobre superficies que, aunque afines, son esencialmente disímiles como el papel, el lienzo y la lona.
La infatigable soltura y el hermético lirismo que emanan de sus dibujos suman sutileza y fluidez a la eficacia de un sistema de dimensiones casi operísticas, con una Mónica Rojas convertida en la cronista gráfica de la expedición unipersonal a un imposible planeta subacuático, reconstruido en la ornamental ficción de sus fabulosos dioramas.
Eduardo Stupía.