Frida Kahlo nunca fue nuestra artista favorita y pensamos que se la ha ponderado más allá de lo lógico, quizás por su historia personal y su cercanía a Diego Rivera.

Frida pinta su autorretrato, mientras Diego mira. Reproducción autorizada por los herederos de la artista
De todos modos, aprovechando un reciente viaje a la Ciudad de México (el “DF” como la llaman allí por ser el Distrito Federal…) nos propusimos ir a visitar el museo que hoy funciona en la que fuera su casa en la hermosa villa de Coyoacán.
Coyoacán está situado en el sur de la gigantesca Ciudad de México, bien lejos del centro histórico, que surge allí mismo donde otrora se levantaba la fabulosa Tenochtitlan y donde hoy se pueden recorrer las excavaciones del que fuera su Templo Mayor.
Pero volvamos al “lugar de los coyotes” (que eso significa Coyoacán en el antiguo idioma de los aztecas -el náhuatl- todavía vivo en muchas regiones de México)
. Caminando por la Avenida Miguel Ángel de Quevedo con sus jacarandas (así los pronuncian allí) en flor, llegamos a la esquina de una calle angosta, muy transitada, Tres Cruces. Ésta lleva directamente hasta el “zócalo” de Coyoacán, la plaza mayor de la que fuera en su momento una villa donde pasaban sus vacaciones los conquistadores españoles. Allí, el mismo Hernán Cortés había instalado su cuartel general.
Caminar por esta villa es maravillarse a cada paso: frente al zócalo se encuentra la que fuera la residencia de Cortés -en la actualidad “Casa Municipal”- y sede oficial del Ayuntamiento, el primero que se creó en el Valle de México y el segundo de lo que en su momento tuvo el nombre de “Nueva España”.
La que pasó a conocerse como Villa de Coyoacán en 1561, fue declarada por el Rey de España Felipe II cabecera del Marquesado del Valle de Oaxaca. En una esquina se levanta la casa del lugarteniente de Don Hernán y,
no lejos de allí, la que fuera la residencia de la “malinche”,
la temible amante indígena de Cortés. En el centro del zócalo -o Plaza Hidalgo- frente a la imponente iglesia parroquial de San Juan Bautista
cuya construcción se inició después de 1560, hay una enorme fuente con un impactante grupo escultórico de bronce que representa precisamente los coyotes que le han dado el nombre a esta “ciudad dentro de la ciudad”.
A partir del zócalo se irradia toda Coyoacán, con sus famosos “viveros” de 40 hectáreas donde se puede pasear, hacer jogging o simplemente comprar plantas. Hay decenas de restoranes, fondas, bares, comercios y edificios coloniales multicolores perfectamente conservados. Colores, olores y sabores compiten para atraer los sentidos del visitante.
Una escala obligada es el enorme mercado, donde hay literalmente de todo, desde baldes de plástico y palanganas, a ropa típica, artesanías,
bares y restoranes al paso y una interminable cantidad de puestos en los que se puede comprar todo lo necesario para abastecer alacenas, heladeras y freezers. Los más impactantes son los puestos de verduras y frutas que mezclan sus aromas tropicales con los que emanan de increíbles cantidades de “chiles” de todo tipo y color, donde uno se deleita descubriendo variedades nunca antes vistas. Gigantescas papayas, toda suerte de mangos y la que para nosotros es la más exótica y deliciosa de todas las frutas, el “mamey”, de consistencia parecida a la palta, y pulpa de intenso color anaranjado, dulce y perfumada, encerrada en una cáscara dura de color parduzco con una gran semilla alargada marrón brillante.
A su vez, los innumerables restoranes y bares compiten por la atención de los sentidos,
con aromas de platos típicos y fogosos (“picosos”, los definen los lugareños) donde reinan los oscuros “moles poblanos” (típicos de la ciudad de Puebla), las enchiladas, las quesadillas, los tacos, las arracheras tampiqueñas (unas “paillards” rectangulares), los pozoles, los nopalitos, las tortillas de maíz y el perfumado “café de olla”).
A pocas cuadras del mercado hay “fondas” donde día y noche se puede tomar un tequila, un cóctel margarita”, un “bandera” (tres copas de tequila con los colores blanco, verde y rojo de la bandera mexicana) o excelente cerveza “michelada” con jugo de limón, mientras grupos de mariachis ejecutan entrañables corridos, rancheras y danzones.
Pocas cuadras más, si se logra evitar la atracción de esa atmósfera mágica, se llega a la esquina de Abasolo y Londres donde se levanta la Casa Azul, que otra cosa no es sino el Museo de Frida Kahlo.
La visita al museo es muy recomendable y permite adentrarse en el mundo que compartieron Frida y Diego y conocer todo aquello que los rodeaba. A no dudarlo, tras recorrer el jardín, los diferentes ámbitos y ambientes nos sentimos más reconciliados con las obras, aunque no logramos compartir el culto que se le rinde, y no sólo en México, a esta artista.
Volvimos a Coyoacán más de una vez, máquina fotográfica al hombro, y no pudimos menos que reconocer que los folletos que nos entregaron en el Ayuntamiento son absolutamente certeros en definir así este verdadero museo al aire libre: “Coyoacán bien vale un paseo”. ¿Paseo? Desde ya, Coyoacán es para disfrutarla despacito, a pie para no perderse nada, ni siquiera la música de un viejo organito que con cada vuelta de su manija nos transporta mágicamente a tiempos pasados.
El paseo permite ir descubriendo bellísimas casonas coloniales, museos, centros culturales, iglesias y capillas. Entre lo más sorprendente e imperdible, se encuentra la Fonoteca Nacional, en la Casa Alvarado construida en el siglo XVIII, insólito museo que atesora grabaciones del enorme patrimonio musical y sonoro de México.
Muy cerca de allí se encuentra el Primer Museo Nacional de la Acuarela, único en su tipo a nivel mundial, sede de la Bienal de Acuarela. A su vez, donde la calle Francisco Sosa, bordeada de históricas casonas coloniales
corta la Avenida Universidad, surge la Capilla de San Antonio Panzacola, contigua al viejo puente Panzacola que atraviesa un angosto riachuelo. En las cercanías también conviene ir a visitar la Capilla de Santa Catarina y la Casa de Cultura Jesús Reyes Heroles.
Al término de nuestro tercer paseo por la Villa de Coyoacán nos sentamos bastante exhaustos (la Ciudad de México está a unos 2.000 m. sobre el nivel del mar) a tomar un caldo tlalpeño (deliciosa sopa con hebras de pollo y trozos de aguacate -palta-) en un local asomado a la Plaza Hidalgo.
Reconfortados, comparamos nuestras impresiones y llegamos a la conclusión de que a veces uno se sumerge en los museos para ver lo que fue y -al hacerlo- deja de recorrer las calles y “ver lo que es”. En Coyoacán no cabe duda: lo mejor es ver, oler, saborear y vivir “lo que es” y dejar que nuestros sentidos se aturdan con todos los estímulos que esta villa única nos propone.