Una historia que surge de un antiguo vals cantado por el mítico Alberto Castillo y de la vida de alguien que conocí, no hace mucho tiempo…
La mano de Violeta conduce el pincel por los bordes de un rectángulo de arcilla, descarga el pigmento con gesto exacto, combina la carga de color hacia el centro y de la geometría de una ausencia ve emerger una flor roja. Conoce bien su oficio, lo disfruta. Piensa que las flores son un emblema de amor y esperanza creado por Dios.
Violeta lleva años trabajando con Natalio; fue a los doce que llegó al taller de la mano de su madre. Natalio necesitaba una aprendiza para decorar las piezas, limpiar el patio y el pequeño taller que tenía en el fondo de la casa; a cambio recibiría unos pesos y comida. Violeta jamás olvidaría el primer encuentro: ella paralizada y él tomándola por los hombros con gesto amable, haciéndole sentir la tosquedad de sus dedos en el apretón paternal. Su cara ardió sin razón que pudiera comprender; su mirada incrustada en el piso. Los arabescos de las baldosas fueron fantasmas recorriéndola, desnuda.
Natalio era conocido por su rectitud y llevaba una vida ordenada junto a su mujer Hula, una inmigrante húngara, de ojos claros y risa estridente; linda, jovial. Buena cocinera y mejor bailarina aseguraban todos.
“Violeta, aquí todo es trabajo y felicidad. Se escucha música todo el tiempo y ningún gesto triste está permitido. La hora del almuerzo se anuncia con un vals“, dijo Hula al recibirla.
A Violeta le causó gracia el acento de aquella mujer, particularmente cuando pronunciaba su nombre. En cambio Natalio la llamaba Negrita, y le agradaba, aún cuando fuera de su trabajo odiara ser nombrada de esa manera. Pronto se hizo parte de la familia. Hábil en el manejo de los pinceles, pasó de tareas sencillas a labores complejas, compartiendo con la pareja la vida cotidiana.
A poco de entrar al taller, Natalio cumpliría años, secretamente su mujer le preparó un festejo al terminar la jornada; llegaba a los cuarenta y la ocasión convocó a vecinos y amigos. No faltó nadie, Violeta tampoco.
Hula, radiante, con ropa típica de su país lucía como una campesina. Recorría el patio sirviendo vino y cazuelitas de gulash a los visitantes, respondiendo a los elogios con mohines inocentes. Algunas veces tomaba de la mano a su esposo y bailaban.
Con el paso de las horas, los brindis y los abrazos se multiplicaron y la voz cantarina de Hula dominaba la escena, de tanto en tanto acallada por los besos maritales. Aún vestida con ropa de trabajo, Violeta se ocultaba en un rincón del patio; la embargaba un fastidio que no comprendía. “¡Que baile la piba!”, gritó alguien. Y las miradas se depositaron en ella: “Andá sacá a tu Negrita…“, le dijo Hula a Natalio.
Fue así su primer baile; él con su rusticidad, su olor a tabaco y vino negro, ella desvalida frente a los ojos de todos. Y la voz estrangulada de Castillo en un vals absurdo, para el abandono de su infancia. Natalio susurrante, en el abrazo masculino: “Uno-dos-tres, Negrita, dejate llevar… así, despacito. Yo avanzo y vos caminá para atrás, como una señorita…. Yo te llevo”. Después Violeta volvió al rincón para hundirse, llena de vergüenza, en la desvencijada silla de paja. La risa de Hula flotando en el ambiente.
———–
“Los viejos un día se mueren”, lee en un papel ajado, que la vieja que curaba el empacho le había escrito para que no olvidara que la vida es así. Lo pliega y lo guarda en un bolsillo de su guardapolvo rosa; el mismo que le diera Natalio cuando empezó a trabajar. La prenda, manchada de yeso, arcilla y tinta, ya no tenía forma.
Es Domingo y Violeta acomoda las flores en la tumba de su madre; un modesto manojo de margaritas y una rosa roja, mustia. Toma un tubo de Brasso y lo agita musicalmente. Acerca el oído al envase, balanceándolo, haciendo que la bolilla en su interior viaje de extremo a extremo. Después toma del bolsillo una franelita, que al salir deja caer algunas galletitas al piso; y vuelca el líquido blancuzco sobre el trapo amarillento. Ritual, pule los dos retratos de bronce que destacan la juventud y la madurez de la difunta. La foto fragmentada de su madreniña tomada por una mano anónima, cercenada del recuerdo de un posible otro; y un retrato de la mujer -ya adulta- con el pelo recogido, hierática. Idénticas, madre e hija.
Un ratón bastante grande se presentó de la nada. A Violeta no le asustan esas alimañas. “Finalmente son seres vivos”, se decía. El roedor comenzó a morder perezosamente las galletitas caídas. “¡Crunch” – le gritó al animal, que continuó, mordisqueando indiferente-. “¿Sabés que Natalio dice que las palomas son tus parientes…?”
A lo lejos un cortejo fúnebre se marcha. Hombres con el torso desnudo echan tierra con sus palas sobre un ataúd: ruidoso, quejo.
“¿Sabés bicho? Natalio siempre me habla de las cosas de la vida para que yo la mire con otros ojos. Dice que la belleza se oculta detrás de lo lindo o de lo feo y que lo lindo y lo feo no son garantía de nada. Que la belleza está en eso que te hace temblar y no sabés porqué. Cuando él me habla de esas cosas se pone lindo…”.
Los hombres han terminado su trabajo y uno de ellos, con el revés de su pala, clava una improvisada cruz de palo sobre el montículo.
Falta poco para la caída del sol y el calor arrecia, ya nadie queda en el cementerio, los trabajadores han comenzado a beber y ríen sin pudor.
De regreso, al pasar frente a un bar, unos hombres borrachos le dicen palabras obscenas a Violeta. Recordó el consejo de Natalio. “Vos no los atendés, mirá para abajo; la mujer mira al suelo”.
Cuando llegó a la casilla, se quedó escuchando unos minutos antes de abrir. Adentro la pequeña habitación estaba iluminada por la claridad que se filtraba desde las hendijas del techo. Al caer el sol tuvo hambre; calentó unos fideos con salsa instantánea y le agregó bastante ajo. A lo lejos, música de chamamé.
Para no tener “malos pensamientos” Violeta se puso a dibujar, algo para mostrarle a Natalio. Marca un círculo con un plato y barrunta un garabato que terminó siendo una casita infantil, custodiada por un animal oscuro que parece un perro. “Como la noche”; piensa.
Un ruido sobre la pared la sobresalta. Un sonido ahogado de cumbia y una parejita jadeante del otro lado. Se están besando y comparten el audio de un MP3, se besan ruidosamente. Violeta, oculta, ve desde la ventana a los amantes; irritada pega un chistido violento. Los chicos ríen y se van.
Volvió a su dibujo y le agregó un jardín abigarrado de plantas y un caminito de piedras angosto, rojo. “Sangre”, pensó.
Se acostó vestida y el recuerdo de la curandera volvió a presentársele. “Quiero volverme loca”, le había dicho Violeta alguna vez a la vieja. “No es para vos ese lujo: ¡vos sos lujo, lujo para otro…”. Le había retrucado enigmática y le dio una pequeña muñeca de trapo vestida de campesina.
El sueño la fue ganando. Violeta soñó y deseó. Por eso no se sorprendió, cuando le dijeron, el día siguiente al llegar al taller, que Hula había enfermado.
——–
Atardece, luego de la jornada de trabajo Natalio espera sentado sobre los trastos del taller la llegada de la noche. Todos se han retirado y fiel a su modo Violeta borra las últimas marcas de barro que deslucían el patio. Lo hace por gusto, nadie se lo exige, le gusta ver los arabescos ocres sobre el rojo de las baldosas.
Natalio tiene la mirada opaca, su pelo se ha debilitado y su voz, antes grave, es ahora un silbido oscuro; aún así la colma de felicidad verlo y escuchar que la llama Negrita.
La casa es alcanzada en su interior por un murmullo de luna, reflejo suficiente para guiar la mano de Violeta que busca un disco en la oscuridad. Suena un vals y la puerta se cierra suavemente.
Jorge Garnica
.