Color local es un pequeño relato, que si bien es ficcional, es en gran parte autorreferencial y refleja mis propias sensaciones y perspectivas, mis primeros pasos en el mundo del arte.
Estoy observándome sentado sobre las piernas de mi padre en el pasillo de una vieja casa con muchas puertas, mi madre me toma en sus brazos y me lleva hasta una habitación; está con su amiga Blanca Mamaní. Acerca su cara a la mía, y frente a un espejo ríe; vuelve y le pide a mi padre que cante nuevamente la canción con la cual la enamoró: “Dale, cantá Rómulo… ”, exclaman las mujeres a coro.
Mamá llevaba por primer nombre María; tenía varios más que recordaban a otras mujeres de mi familia materna, por lo general tías, ya muertas al nacer ella. Mamá hubiera preferido llamarse Mercedes como la mujer del chamamé, aun por sobre la letra de la historia. Papá fue un músico intuitivo y se las arreglaba bien con varios instrumentos. “Tengo que ponerme a estudiar un día de estos…”, repetía con real modestia, sonriente; su gesto típico, provinciano. Y cantaba…
Mis padres se amaban; habían escapado juntos para casarse cuando sólo tenían dieciséis años.
Este es el primer recuerdo que me viene a la mente cuando pienso en mi padre; no observo el mundo desde su regazo masculino, sino que por fuera de la escena familiar registro el momento con mirada fotográfica. La imagen tiene el carácter de mis sueños, en perspectiva ausente… gris.
La amiga de mi madre vivía en un modesto hotel de San Telmo, también mis padres habían vivido allí cuando eran novios; allí mismo se casaron y festejaron la boda con todos los habitantes del edificio. Durante un año trabajaron duro, papá tocando en los bares de la calle 25 de Mayo y mamá limpiando en “casas de familia” , cuidando enfermos y leyendo para los “no videntes”; a quienes se resistía llamarlos ciegos. Un año después se trasladaron al sur; habían comprado un terrenito de los que remataba una inmobiliaria llamada Fiorito y con la ayuda de unos curas que conocían, construyeron una casa lo más cercana a sus ideales. Tenía que tener árboles – un limonero y un naranjo –, una pequeña huerta, una hornacina para Santa Rita y un jardín con rosales que incluyera enanos de cuento; uno con una carretilla cargada de pensamientos. Disfrutaban de su anhelo, nací en esos días; crecí corriendo en las calles de tierra perfumadas por las plantaciones, vi el campo convertirse en caseríos y éstos en barrios. Jugué en los patios de todas las casas del lugar con mis amigos ocasionales y despertamos a la vida juntos cada atardecer; niños y niñas libres por los baldíos.
En las fiestas, cualquiera sea, venían a casa parientes y amigos; traían regalos, dulces caseros y tortas para la hora del mate. La mayoría eran músicos y siempre me subían a una silla para que cante, nunca sabré si lo hice bien o mal, lo cierto es que me aplaudían llenándome de gozo; era ingenuamente feliz.
Mi madre quería que yo cantara y tocara la guitarra profesionalmente, que no fuera un improvisado, que estudiase. Ocupado con contratos en fiestas o en ensayos para grabaciones papá estaba poco en casa, así fue que mi madre sin consultarlo le pidió a un amigo de la familia que me iniciara musicalmente. Yo hubiera preferido dibujar, ser dibujante como ella; todos en la familia tenían dibujos hechos por mamá, especialmente retratos de hombres viejos con barbas espectaculares. “Se le podían contar los pelos ”, aseguraban.
Pero comencé a tomar clases de música con el profesor Barbó. Su verdadero nombre era Sebastián Barbagallo, y lo negaba, decía que no reflejaba su personalidad de artista. Una placa de bronce reluciente adornaba la entrada del chalecito donde vivía y lo destacaba como: Profesor Barbó, canto y guitarra. Bajo, regordete, con un bigotito “cepillo”, reía sonoramente al tiempo que desplegaba un repertorio de muecas para distenderme e interesarme en su arte. “¡Bieen, bieen muuuy, muuuy bien…”, repetía; y su boca se comprimía como si mascara algo sabroso.
Pasé muchas tardes con aquel hombre voluntarioso pero nunca aprendí a solfear ni pude vocalizar, y aunque la paciencia de mi instructor parecía inagotable, no progresaba. Pude interpretar apenas algunos temas con dificultad y mucho esfuerzo. Al entonar una canción sentía un pudor incontrolable que tomaba mi voz, ahogándola. Merceditas era el tema obligado a cantar y no había mejor versión que la de papá, se leía en las expresiones de mis familiares. Lo odié.
Mi cuerpo por esos años comenzaba a cambiar, me sentía ajeno; tuve un período de incertidumbre y abandoné la música.
Un día, repentinamente, mí padre contrajo una misteriosa enfermedad; estábamos desorientados, comenzó a tener mareos y su vista lo traicionaba, al poco tiempo quedó ciego. La vida se hizo más sombría en nuestra casa. Papá se ocultaba en su dormitorio y pasaba la mayor parte del tiempo escuchando noticias trágicas en las radios sensacionalistas. Los años que siguieron fueron silenciosos y sólo cuando la casa quedaba vacía – únicamente para él – tomaba su viejo bandoneón desgranando melodías melancólicas, y al percibir que alguno de nosotros regresaba, dejaba el instrumento para encerrarse nuevamente en su silencio. Hasta su muerte.
Tiempo después comencé tomar clases de dibujo y pintura con Don Pina, un carpintero uruguayo conocido en la zona por ser pintor en sus horas libres. Paisajes bucólicos de valles bañados por el sol en amaneceres, arroyos, puentes y animales en libertad, conformaban su imaginario; había logrado venderles a muchos vecinos sus cuadros y por lo tanto era el referente inevitable al momento de pensar en artes plásticas por aquel rincón del mundo.
Mi maestro – así le gustaba ser nombrado – era un hombre alto, morocho, de pulcro peinado, que repartía sus horas en las dos actividades; su taller era una mixtura entre atelier y aserradero. Don Pina estaba casado Doña Rosa Mellada, mujer de origen toba; dicen – fue– bella y frágil. Cosa del pasado. Tenían cuatro hijos; Carlos, Claudio y Jorgito, – los más chicos – conocidos en el barrio como el trío Pinitas. Cacho era el mayor y rara vez se lo veía. Los Pinitas ayudaban a su padre en el taller de carpintería, siempre descalzos lo rodeaban mientras trabajaba con las maderas. Severísimo, Don Pina, hacía que todos estuvieran ocupados, nadie debía estar quieto.
Su casa, era una construcción rústica, sin revoque, como tantas en aquella zona suburbana plagada de quintas. En una cocina de madera sostenida por pilotes, semejante a un mangrullo, se podía ver a Doña Rosa en una ventanita; perpetua en sus quehaceres. Un rellano de cemento era garaje, entrada principal y patio, siempre ornamentado por infinitos garabatos en tiza y la palabra “cielo” mal escrita. A la izquierda, su taller-atelier, recordaba a un carromato de circo sin ruedas; también de madera, con varias ventanas pequeñas y una escalerita franqueando la puerta.
Nunca olvidaré mi primer día de clase, Don Pina parado frente a mí fumando en pipa: un trozo de raíz sinuosa – seguramente tallada por él –, unido rítmicamente a las volutas de humo, encastrado a su sarmentosa mano izquierda. La derecha la ocultaba en el bolsillo de su guardapolvo gris. Hacía pocos meses que había tenido un accidente con la sierra, aún así no abandonaba su prestancia, sorprendía verlo emerger impecable del taller con su pelo lustroso.
Luego de unas bocanadas Don Pina caminó hasta un piletón ubicado junto a la cocina-mangrullo y descargó su pipa golpeándola sobre el borde: ¡tac-tac! El brazo robusto de Doña Rosa apareció por la ventanita alcanzándole un mate; una calabaza enorme y oscura. Sin darse vuelta Don Pina dijo con voz sobreactuada: “¡Pintar es como armar una silla!… pero no tenemos ningún apuro ¿verdá? ¿Quieres ser artista?; seré tu Maestro, pero solamente si tienes capacidad. ¡Sígueme! “. Y nos dirigimos al taller-atelier, al tiempo que Don Pina seguía hablando espectacularmente: “¡Trabajaremos con bocetos de imaginación, quiero saber cuál es tu potencial!”.
Entramos a un cuartito dentro de la carpintería, una ventana permitía ver la calle. Apoyado sobre el marco estiró su mano izquierda y me alcanzó papel y unas carbonillas; enfático señaló: “A los buenos dibujantes sólo les basta un trozo de papel cualquiera y carbón. ¡Inventa, inventa.!”. Y me dejó sólo. Excitado comencé a dibujar; un árbol con raíces tenebrosas apareció sobre el papel. Media hora después Don Pina regresó, tomó la hoja con mi dibujo terminado y me despidió: “Vuelve la semana próxima, a la misma hora; por este día es suficiente, ya hablaremos… ”.
Puntual, la semana siguiente, esperé en el patio. Escuché la sierra silenciarse; las sirenas de las fábricas cercanas indicaban el fin de la jornada laboral. Aguarde unos minutos frente a la puerta del taller y Don Pina apareció por entre una nube de polvo de aserrín, detrás de él los Pinitas; saltaron esquivándonos, gritando al unísono: ¡cascarilla! Don Pina, señalándome la puerta del taller con la pipa, me ordenó:
- Ve al cuartito que estoy esperando a Cacho… tenía examen en la escuela; quiero saber cómo le fue. Prepara las cosas…
Entré al cuartito, abrí la ventana y me dediqué a observar el interior, ya que en mi primera clase no había levantado la vista del tablero. En un entrepiso se acumulaban bastidores con pinturas, parecían estar allí desde siempre, en el centro un banco de carpintero apestaba a trementina; un sinfín de cajas y frascos se confundían con herramientas, pinceles y pomos de óleo. Sobre una salamandra, en un rincón, una enorme olla tiznada y chorreada de cola gobernaba el espacio. De tanto en tanto, el desvencijado taller se mecía por el viento; instintivamente me encogía de hombros para proteger mi cabeza, presintiendo un derrumbe; reí al recordar que en casa mamá me llamaba tortuga debido a mi lentitud. Pero era mi segunda clase y mi interés por pintar hacía que cualquier temor fuera minúsculo frente al deseo de aprender. Pasaron unos minutos y Don Pina entró al taller; mirándome con seriedad me preguntó:
– ¿Recuerdas lo dicho el primer día de clase…? Tenelo siempre presente, muchacho, aquí el Maestro soy yo y tú eres el principiante. – Hablaba lentamente, arrastrando las vocales, monocorde, como dando un último cepillado al listón que iría a la pulidora. Continuó –. Nada debe apartarse de esta premisa, ¿verdá? Me doy cuenta de que tienes capacidad para imitar formas; algo es algo, pero el arte es otra cosa. Ahora presta atención, observa lo que hay a tu alrededor y dime qué es lo que ves.
– Es mucho lo que veo Maestro. ¿A qué se refiere?
– Bien, vamos bien – dijo Don Pina, enigmático –. Elige un objeto en particular.
Tomé una caja de madera para lápices, la observé con cuidado y nada vino a mi cabeza, pasé la mano por su base y una astilla se incrustó en mi dedo. Al soltarla cayó al piso desparramando el contenido. Opté por un cepillo de cerda que colgaba de la pared. Mi maestro farfulló algo y sonrió maliciosamente.
– Díme cómo es…
- Es de madera, tiene un mango largo y es lindo… – dije –. Volvió a sonreír, ahora enfáticamente.
– Bueno, con eso que es lindo, limpia la mesa y los estantes, mientras voy a buscar otro, más lindo y más grande, para que me digas qué te parece. – Y salió.
Su burla no me causó enojo, era conocido su humor, me dediqué a cumplir con la tarea aprovechando la oportunidad para hurgar en los estantes. En uno de los cajones que estaban en el suelo, encontré una serie de bocetos en carbonilla que me dieron curiosidad: estudios de manos que parecían parte de un proyecto para la construcción de una prótesis ortopédica, se entremezclaban con recortes de actrices holiwoodenses. Detrás de mí sonó nuevamente el vozarrón de Don Pina:
– ¡Fisgón, suelta eso! – sentenció , al tiempo que me arrojaba un escobillón como si se tratara de un arma para que me defendiese. Lo atrapé elevando los brazos, al bajar la vista mi maestro ya no estaba allí.
Avergonzado, retomé la tarea encomendada, quería empezar a pintar y dibujar, así que cuando más rápido terminara, mejor.
Estaba levantando el polvo y la viruta del piso con la pala, cuando una araña negra del tamaño de un poroto se asomó por entre los trastos y comenzó a caminar hacia mí. Afuera los Pinitas gritaban y corrían; por un momento tuve
la sensación de que las voces partían del bichejo que me enfrentaba. Levanté el cepillo a la altura de mi cabeza y lo descargué sobre el insecto, el ruido que hizo al reventar me recordó el estallar de las uvas chinche entre los dientes. Un montón de arañitas negras comenzaron a salir por entre la cerda, corrían desbandadas; impresionado comencé a pisarlas. Daba saltos como un canguro para evitar que se colasen por mis Skipis, zapateaba sobre los minúsculos insectos; odiaba las arañas.
Una vez más el vozarrón detrás de mí; y la burla de Don Pina llegó:
– ¿Te gusta el folclore muchachito…? Lo que sucede es que ves a esos animalitos de Dios con mentalidad de mosca. – Rió estruendosamente.
– Ven aquí con el cepillo pequeño, descríbemelo nuevamente, con calma. Es necesario que hagamos esto antes de comenzar con tu aprendizaje, ya verás; ten paciencia. – Su voz cambió y me sentí acompañado.
– ¡Vamos… , te escucho muchacho!
– El cepillo es de madera, cuadrado, tiene un mango redondo…
– ¡Cilíndrico! – corrigió –; continúa.
– …ah, si… y termina en una pelotita.
– ¡No sé cómo has hecho pero la elección no pudo ser mejor…! Así son las cosas en la naturaleza. – Dijo Don Pina, y de una caja que estaba debajo del banco, extrajo un cilindro, un cubo y una esfera de madera.
– ¡Todo en la naturaleza se resuelve por cilindros, esferas y cubos! – Y ensayó unos pases con su única mano visible.
Rotaba las piezas con velocidad de prestidigitador, siempre mirándome, fijamente, un segundo después giró sobre sus pies y salió. Volvió con un taburete y con gesto doctoral me invitó a ocuparlo. Retiró la olla de cola y puso una tabla sobre la salamandra, apoyó un trapo y colocó el cilindro, la esfera y el cubo para que los dibuje.
– Con-cén-tra-te… – Silabeó.
Y tomando un papel realizó un pequeño dibujo sobre un ángulo, trazó algunas líneas, tramó la superficie… El conjunto apareció ante mis ojos mágicamente. Quedé fascinado.
– En tu cabeza está todo… – sentenció al tiempo que esbozaba un
cráneo. Continuó –. El cuello es un cilindro, la mandíbula una caja y el cerebro es como una pelota aplastada. Vamos dibuja siguiendo esta guía.
Volvió a sonreír misteriosamente, acariciándome el pelo con gesto paternal; tomó distancia y apoyándose en la ventana llevó su pipa a la boca, del bolsillo sacó una caja de fósforos y prendió uno chasqueándolo con las uñas. Un vecino que pasaba se detuvo y hablaron del tiempo, al irse, Don Pina encendió una radio antigua que demoró en calentarse. Del parlante partieron ruidos, pero un puñetazo certero del maestro hizo sonar al aparato correctamente; una melodía clásica inundó el cuartito. “Reparador…”, le escuché decir.
Iba entendiendo más las cosas; disfruté de la vibración del grafito sobre la superficie.
Mi dibujo estaba casi terminado, mi satisfacción se parecía bastante a la felicidad, un placer secreto me dominaba, ninguna opinión adversa me preocuparía; estaba haciendo lo que quería en el lugar exacto, con el tipo más raro que había conocido. Di los últimos retoques y llamé al Maestro:
– Maestro, míreme el dibujo por favor. – Don Pina no contestó. Insistí y no hubo respuesta.
Asomado a la ventana, Don Pina, estaba en transe, tenía las mejillas tensas y los labios apretados. Repiqueteando los dedos contra el marco lo escuché decir en voz muy baja: “Si… “. Y salió llevándose la caja de lápices.
Al regresar miró mi trabajo y me felicitó. Sí; comencé a entender qué es la felicidad.
– Una última pregunta muchacho. ¿Te atreves a describirme nuevamente el pequeño cepillo?
– Si; – respondí alertado; traté de ser preciso –. Es rectangular, dividido en dos, una parte está llena de agujeritos por donde sale la cerda, la otra, pegada, hace de tapa. El mango es cilíndrico, tiene forma de bolita y esta rebajado para que calce en la madera.
La cara angulosa de Don Pina se llenó de satisfacción, pude ver sus dientes, pequeños; parecía tener el doble de lo corriente.
– Una pregunta más muchachito. ¿Dónde aprendiste a pensar así?
– Trabajando Maestro, empecé a los diez años en una fábrica de juguetes, cuando mi papá murió; le ponía ojitos adentro de la cabeza a las muñequitas, para que las nenas jueguen a la mamá.
Guardó silencio, golpeó la mesa suavemente con los nudillos y dijo
– Vas bien…, vas bien; así piensan los hombres.
– ¿Y las mujeres cómo piensan Maestro…?
No hubo respuesta. Junté mis cosas y partí, un “chau botija” me devolvió el gozo. Salí del taller y al pasar frente a la cocina pude ver a Doña Rosa descargar sobre la cabeza de Cacho la caja de lápices.
En el patio, juegan un loco los Pinitas; la palabra “cielo” ha desaparecido. Carlos, Claudio y Jorgito se pasan la pelota, yo estoy en el medio; pienso: cilindros, esferas y cubos… En la vereda me esperan para jugar Miguel y el Santia, están junto a una zanja, Miguel me muestra un frasco lleno de gusarapos que acaba de sacar de entre el barro negro, tiene los dedos llenos de mugre y huele mal. Santia está haciendo piruetas colgado de un paraíso, parece un chimpancé, se sostiene de una rama con una pierna, agitándose, quiere que la rama ceda para alcanzar a Miguel. Lo logra y desde lo alto le tira el pelo, recibiendo un insulto.
Voy para casa, la satisfacción se adueña de mí una vez más, me pregunto si lo vivido tiene que ver con la felicidad; nadie sabe responderme, he preocupado a mi madre con preguntas así, en estos días me llevará a un especialista en La Plata.
Una de aquellas tardes al comenzar la clase le comenté a mi maestro que quería escribir, yo estaba entusiasmado con la lectura, luego de que fuera nombrado bibliotecario en mi escuela. Sin mirarme Don Pina me contestó con su acento uruguayo más grave: “¡Sigue tu trabajo… pinta lo que quieres escribir…!”. Respeté su opinión.
Estuve con él dos años, hasta que un nuevo accidente con la sierra eléctrica hizo que Don Pina dejara de dar clases. Aquella desgracia cerró nuestra relación y abrió definitivamente su camino de pintor.
Años después fui a una academia de arte en el barrio de Constitución, comencé a desandar mi vida pueblerina iniciando el tránsito hacia otra realidad, la música folclórica me avergonzaba y la clásica me aburría, lucí un raro peinado – nuevo – y empecé a frecuentar autores literarios que desconocía. Otras amistades, otras melodías me acompañaron. Adquirí el oficio de pintor, que demanda siempre una mirada alerta y sólo da sosiego en la soledad de un estudio. Mis pinturas siguen con el tono de mis recuerdos y el color de aquellos días; me reconozco en lo que pinto; algo en lo que mi padre nunca hubiera podido destacarse.
Jorge Garnica / 2012
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http://jorgegarnica.com/index2.html
hermosos recuerdos escritos con mucho sentimiento
Es un relato que increiblemente me atrapó….la simpleza y credibilidad de los hechos hicieron que quisieran saber mas….
Me pareció de gran calidad narrativa, es lo que me gusta leer, directo, con lenguaje nada rebuscado, …..es como si un amigo me hubiera contado sobre su vida…absolutamente cálido…
Estas letras bien escritas, con mensajes de vida me parecieron EXCELENTES !!!!